martes, 18 de marzo de 2008

RECUERDOS DEL PASADO

Hoy como muchos días me he despertado con una imagen en mi mente. Un recuerdo del pasado que después de muchos años, ocho exactamente, aún sigue doliendo. Ese recuerdo, esa imagen tienen nombre, Yako. El que me hizo abrir los ojos hace tiempo y al que le debo hoy en día mi actitud frente a los animales.
Hace tiempo que tomé la decisión de no tener hijos, la cual he razonado mucho durante los últimos años y decidí que era lo mejor. Prefiero adoptar a un perro. No es que pretenda sustituir a un hijo con un perro, solo que me parece una mejor idea adoptar a un individuo y darle una buena vida, sacarle de una perrera donde su destino es la muerte, prometerle un futuro mejor que su desdichado pasado e intentar que sea feliz. Carezco de instinto maternal con los humanos y no tengo esa necesidad innata de procrear, tampoco quiero darle vida a alguien nuevo mientras otros que ya existen necesitan una familia igualmente y no la tienen. Me da rabia cuando lo discuto con mi padre y no es capaz de entenderlo. Como mucha gente, además de tener la creencia de que procrear es obligatorio, a menos que biológicamente no se pueda, opina que la labor de un perro es la de guardar la casa y hacer compañía a su "amo". No es capaz de comprender que yo pretenda adoptar a un perro, por él, no por mi. Siento lastima de ver que individuos sean convertidos en objetos útiles para los humanos. Siento lástima por esos humanos que no saben valorar las cosas, las personas, los individuos, como realmente se merecen.
Yako me hizo ver que las cosas no son así. Cierto que siempre he sentido una devoción innata hacia los animales y nunca se me hubiera ocurrido hacerles daño conscientemente (no era consciente de que la carne lo hacía) pero él me hizo sentir que no somos tan distintos, me hizo ver la conexión directa y que finalmente tomara la decisión definitiva, junto con otros factores.
Aún sigo recordándole como si lo hubiera visto ayer mismo y me sigue doliendo su ausencia. ¿Inferior? Que me digan en qué. Sentí su miedo al principio, cuando le conocí, se pasó todo el día bajo la mesa de camping, mientras miraba con unos ojos enormes, tiernos bajo su cuerpo robusto. No me atrevía a decirle nada, no me atrevía tan siquiera a mirarle, porque no quería asustarle más, pero al cabo del día nos hicimos grandes amigos y aún más al cabo de los años. Su alegría en los juegos, su agradecimiento constante, su ternura, hacían que cada día en el colegio ansiara que sonara la sirena para poder estar con él. No me importaba bajar con él a la calle, aunque fuera temprano, hiciera frío, lloviera... nos pasábamos horas corriendo, jugando... alcanzando la alegría plena tanto el uno como el otro, el uno con el otro. No eramos perro y dueña, eramos amigos, hermanos, eternos compañeros. Cuando uno sufría el otro también lo hacía, aunque algunos digan que no es posible, comprobé que su estado de animo cambiaba junto al mío, si yo no me encontraba bien, él se pegaba más que nunca a mí, dormía a mis pies, no jugaba si yo no lo hacía, no corría en la calle, comía mucho menos, era bastante evidente que empatizaba conmigo de una manera sorprendente. Al igual me ocurría a mí cuando él se puso enfermo del estómago, no era capaz de estar tranquila y tenía loca a la veterinaria con mis constantes llamadas, formábamos un uno. Dicen que los perros no tienen capacidad de sonreír, pero se podía adivinar en su rostro los signos de alegría, esa sonrisa imaginaria que se formaba cada vez que nos veíamos los fines de semana, cuando mi madre quedó embarazada y le obligaron a estar solo en la parcela. Venía corriendo y con todas sus fuerzas se tiraba sobre mí y me llenaba la cara de espesas babas perrunas al caer de espaldas al suelo. Era solo una vez a la semana, muy poco y ambos sufríamos nuestra ausencia, se me partía el corazón cada vez que nos alejábamos de nuevo con el coche y nos seguía cabizbajo, con sus tristes ojos hasta la puerta y sabía que él sentía que le había defraudado, que lo abandonaba. Hasta que un día fue el último. Hasta que un día llegué y no estaba. No me dejaron despedirme. Un día lluvioso de otoño llegué y no había nadie, no había babas, ni sonrisa, ni ojos tristes. Solo un campo vacío. Se lo llevaron a un albergue, o eso me dijeron, para que mi madre no tuviera problemas con el embarazo. Estuve mucho tiempo sin hablar a mis padres. Lloré sin pausa durante muchos días. Y aún le sigo añorando. Tardé mucho en acostumbrarme a la situación, seguía viendo su sombra en los pasillos, el roce de su aliento en mi mano al despertar, su presencia, pero al mirar no había nada, solo un tremendo vacío. Nació mi hermano y la estabilidad pareció volver. Regresé a la parcela, después de muchos meses sin pisar aquel suelo y lo encontré desierto, lleno de recuerdos y muy doloroso. No he vuelto a ir.
No quiero que me intenten convencer de que eramos distintos, que un animal no humano no es merecedor de respeto, que podemos hacer lo que queramos con ellos, que están para nuestro uso y disfrute. Porque no es cierto. Porque no solo lo sé. Porque lo sentí. Porque eramos iguales. Y no es porque era un perro, el perro con el que yo vivía. Cuando ves tan clara la conexión, cuando ves tan clara esa unión, no solo es con un solo individuo. Al igual que no creo que el único humano que merece respeto es mi hermano, al que quiero con locura, solo por mi experiencia con él. No es justo decir que el único animal no humano que merece mi respeto es Yako, o los perros en general, sino que como él, todos sufren, todos disfrutan, todos son seres con un interés en seguir con su vida de una manera satisfactoria. Si pasáramos tiempo con cerdos, vacas, gallinas, el suficiente como para conocerlos, veríamos exactamente lo mismo que podemos ver con un perro y un gato. Y lo sé porque también he tenido experiencias, no tan intensas, con cerdos y gallinas, al igual que con una pequeña gatita y una adorable hurraca, además de una familia entera de ratones de los que usan en los laboratorios y un mirlo, todos rescatados de un final horrible, dándoles la mayor libertad que me fue posible, sin cárceles y libres de irse cuando ellos quisieran, cosa que alguno hizo a su debido tiempo. Cada uno de ellos era un individuo independiente, con sus propios deseos y sus propias manera de satisfacerlos, todos sufrían y todos disfrutaban con igual intensidad, a su manera, que yo. No es solo que te den infinitas pruebas biológicas de ello, sino que si ponemos atención en ello es de una evidencia aplastante.
Es cierto, como todo niño pequeño, he tenido otros animales encarcelados y hoy en día me arrepiento de ello, pero la educación que nos dan es esa y al menos sé que ellos, cada uno de ellos, ha sido un granito de arena que formó la montaña para dar el primer paso y de esta manera recompensar su esclavitud con la lucha por la liberación, la igualdad y el respeto. Por la justicia.
Hoy estoy un poco ñoña, cosa que es bastante evidente en este post. Pero bueno, así lo siento hoy y así os lo cuento.

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